martes, julio 10, 2007

Los alcatraces

A pesar de las luces y mi poca paciencia, todavía lo estaba checando de reojo. Inclinado sobre la vieja esa, sonriente, hablándole al oído, como si el escándalo fuera sólo un pretexto. Pinche güera, con su narizita de muñeca y su aburrida colita de caballo. Su ex, su primer amor ¡Ja! ¡Cómo si el amor fuera de porcelana!

Por alguna razón, yo no había mandado a volar al gordo que no me dejaba en paz. Me decía no se qué de mis ojos. Ya saben, lo típico. Yo soy Pedro Palazuelos, será panza-suelos pensé. Yo te conozco, tú te llamas Eva. ¿Quién te dijo? le contesté enojada por la repentina indiscreción. Tú y yo fuimos amantes en otra vida ... bla, bla, bla.

Ya estaba tan cerca la carita bien rasurada del cabrón de Eduardo, que se confundía con las mejillas de la fulana. Seguro ya podia oler la colonia que le había regalado su tía, la que se cree devora hombres y santa. ¡Qué ni se haga el galán, que de camino a la disco casi llora por que le negué un beso!

¿No quieres bailar? dijo el tal Pala-no-se-qué. Por reflejo me llevé la mano a la cadena que me regaló mi abuelo. Órale, así por lo menos me distraigo un poco e igual se me pasa el coraje. Nos fuimos a la pista, él por supuesto no soltó su güisqui.

¿Dónde estabas? Que te importa, ya vámonos, me van a matar en mi casa. Eduardo, visiblemente satisfecho por creer que mi enojo era por celos, quiso agarrarme de la mano. Afuera, el gordo Pala-bromas estaban hablando con el patán que cuidaba la cadena. ¿Por qué te vas tan temprano Evita?

Eduardo tenia la cara roja, iluminada por la luz del semáforo. ¿Quién era ese güey? Nadie, contesté distraída viendo los alcatraces del camellón. Se pasó el alto tan impunemente como pudo hacerme ver; su coche con quemacocos era lo más preciado que tenía después de su ridícula reputación de galán.

A unas cuadras de mi casa, un golpe seco debajo del coche le sacó la única mueca franca de la noche. Ya sabes flaca que me tienes que avisar de los topes. Perdona, se me olvidó. Y volvió a acelerar, escondiéndose otra vez en su cara de niño bien.

El segundo golpe se sintió más fuerte que el primero y lo obligó a bajarle casi del todo a la música. Híjoles, perdóname estoy segura que ese tope es nuevo. Eduardo me volteó a ver con la misma cara que me puso mi papá cuando le dije que quería hacer paracaidismo. Sonreí. Para resarcir el orgullo, herido por los dos topes anteriores, aceleró más aún. El tercer golpe, que no tardó en llegar, terminó por dejar en claro que yo no daba un carajo por su coche, ni por su pelito relamido, ni por él.

Se detuvo frente a mi casa. La luz del cuarto de mis papás estaba prendida. No quiero volverte a ver, dije, y me bajé del coche sin ver su reacción. Saqué las llaves de mi casa. Pinche güera, y lo peor es que todavía tengo que aguantar el choro de mi papá.

Abril, 2002.

1 comentario:

Anónimo dijo...

hace mucho que no escribe nad apor aca... no se supoen que las ideas que no se sacan se pudren o algo asi