lunes, julio 02, 2007

Limón y Frambuesa

Ayer día dejé un libro de Neruda sobre el estante. Quizás, si me hubiera animado a pagar los diez euros que pedían por la antología, no les estaría escribiendo ahora...

Salí de la librería y el sol pegaba a full. Me puse los lentes obscuros y me diluí entre los demás turistas.

Entre el sin fin de tiendas, encontré una heladería donde los clientes en fila se ponían de puntitas para alcanzar a ver el menú sin perder su lugar. Dos niñitas corrían de la madre al mostrador a la madre, y aquellos que salían satisfechos del local, devoraban sus helados sin dignarse a ver a aquellos que todavía esperaban su turno. No resistí la tentación, y me formé detrás de un señor que algo le murmuraba a la vida.

Salí con una de limón y otra de frambuesa, relamiéndome los bigotes y mirando de reojo a los pobres diablos que esperaban impacientemente su turno. Me perdí en la ciudad, ignorando mi excesiva carga de trabajo, aquella que en parte no me dejó llevarme a Neruda en la bolsa.

Había quedado de ver a una pareja de amigos a cenar, así que aproveché las últimas horas antes de verlos para internarme en una biblioteca para intentar sacarle un par de líneas al artículo que vengo arrastrado desde hace meses. El mentado artículo salió como entró, dos horas más tarde, quizás por que nunca logré zafarme de la idea de regresar corriendo por otro helado.

Cuando llegué, ya me estaban esperando. Nos saludamos con cariño y nos sentamos en una mesita a la orilla de la plaza. Una amiga va ha venir a cenar con nosotros, me explicaron.

Y así, llegó. Con ojos grandes y verdes como limones, y boca roja y fresca como – ¿adivinan? – frambuesa. Para cuando habíamos ordenado el entremés, yo ya sabía que con aquella mujer quería pasar directo al poste. Durante la cena, pretendía escuchar a mis amigos hablar de las bondades de la ciudad, mientras me perdía en la mirada y en la sonrisa de aquella mujer. La tarde pasó como la vida entera.

Mis amigos se despidieron, y por azares del destino, ella y yo nos quedamos solos junto al rio. Perdona, tal vez sea inapropiado, nunca le dije, pero hoy un poema de Neruda me dejó el corazón expuesto, que ojos tan lindos tienes. Me alejé contento de tener tiempo para trabajar un poco más en la noche antes de dormir... Imbécil.

Hoy me desperté temprano y triste, mañana dejo la ciudad. Temo no volver a verla, pero más, temo no poder olvidar que un día la dejé sobre el estante. Por eso quería contarles, aunque sea olvido el único dolor que ella me causa, y éstas las últimas líneas que de ella escribo.

Julio, 2002

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